Se cumplían siete meses de la muerte de mi abuela, y acompañé a mi mamá a misa. No tengo idea de qué trataba la primera lectura, no se entendió casi nada al que leyó el salmo responsorial, y ya me había perdido un poco cuando el cura habló. Sin embargo, como la vida está llena de oasis en el desierto, a la hora de comulgar entró el “biencuidaito” de los carros fuera de la iglesia. No se sentó en un banco sino que fue directamente a la baranda del altar y quedó a la misma altura del cura mientras daba la eucaristía a quienes habían hecho la cola.
Se arrodilló con los codos apoyados sobre aquella baranda de mármol tallado cuyo costo lo alimentaría durante tres años y rezó unos minutos. Al terminar, se acercó al altar y dejó un par de monedas en las cestas donde habían recolectado el dinero. Se levantó y salió de la iglesia cojeando –porque tiene una pierna más corta que la otra-, bastante sucio, con su melena y su barba desarregladas, una camisa vieja que le quedaba grande seguramente porque no fue comprada para él, y unos pantalones derrotados por el tiempo.
Yo que no recuerdo ni una palabra de la misa a la que asistí, y quizás eso me haga una mala persona, pero sigo creyendo que esas cestas de dinero deberían estar destinadas a alimentar y sacar de la calle a esas personas, que tanto tienen que enseñar; porque esas dos monedas que él dio significan mucho más que todo lo que nosotros dimos junto. Quizás algún día deberían dejarlo hablar a él un rato, y luego el cura y nosotros deberíamos hablar más de lo que deberíamos hacer para ayudar a los demás, y hablar menos de qué es lo que no debemos hacer.
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