Salgo de ver una película de samuráis, esos míticos personajes japoneses que tanto maravillan a la gente, y tengo un mal sabor de boca, como si hubiera comido una galleta de chocolate vieja. Al final de la película por una cuestión de honor y no sé qué más hierbas un grupo de guerreros se quita la vida, en un acto estético con coreografía hermosa, que me parece horroroso. Imagino que en mi ignorancia y en mi profundo desconocimiento sobre la cultura nipona se me escapan cosas que conectan el honor con quitarse la vida.
Cuando visité Japón, una de las cosas que más me maravilló fue la perfecta armonía en la que pueden convivir lo tradicional y lo moderno; en la cotidianidad de Tokio pueden cohabitar los bares de sake y los templos con las calles convulsionadas de peatones que no abandonan sus smartphones ni su manera de caminar frenética. Queda al descubierto la mentira de quienes profesan que el desarrollo y la tecnología acaban con las tradiciones y las culturas ancestrales.
Sin embargo, a los occidentales una de las cosas que más nos apasionan acerca de esa cultura son los samuráis, los guerreros, los héroes. Lo concluyo por la cantidad de películas sobre la guerra y los samuráis y la escasez de las mismas sobre creadores o innovadores japoneses. Nuestras propias historias están llenas de batallas, de tipos que logran cosas que nadie más puede, protagonistas únicos, semidioses, mesías a quienes se les perdona cualquier forma de violencia –pérdida de vidas- por un supuesto fin u objetivo alcanzado. Por supuesto, si la vida que se apaga es la del héroe, mejor aún, cuanto más sacrificio más épica.
No corren la misma suerte quienes promueven la paz, incluso en algunos momentos se les tacha de cobardes o temerosos. Nuestra historia está llena de hombres corajudos y atrevidos, que usan las hormonas, para ellos destinamos la mayoría de nuestras plazas y nombres de calles. Qué decir de quienes se dedican al estudio y a la ciencia. Si fuéramos justos con quien se esfuerza y trabaja, y sobre todo con quien contribuye al desarrollo y mejora de la humanidad, en todo país debería haber una plaza a Alexander Fleming, creador de la penicilina.
Alexander Fleming, uno de los "aburridos" |
Deberíamos poder ubicar fácilmente calles en honor a Marie Curie, debería ser de conocimiento público quién inventó el pendrive, que tanto nos facilita la vida a diario. Sería justo celebrar el natalicio de Thomas Edison –inventor del bombillo- con la rigurosidad que celebramos el día de la madre. Sin embargo, elegimos reivindicar a los chicos malos, a los que desenfundaron espadas, a los que invadieron, a los que bombardearon, a los que conquistaron, porque claramente son más divertidos que los que pasaron su vida en un laboratorio o detrás de un libro.
En fin, una de las mayores razones por las que merecen ser reconocidos los científicos, académicos, estudiosos, y trabajadores aplicados por encima de los guerreros, héroes y mesías, es que el producto de la labor de los “aburridos”, por lo general, soluciona el desastre que suele dejarnos la audacia de los “divertidos”.
interesante tu reflexión, muy de acuerdo
ResponderEliminarInteresante reflexión...
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